En el ser creación del auténtico creador, Dios nos ha llamado a la tarea de ser artistas. El arte es sin duda un concepto amplio, que va desde la literatura, la poesía, la pintura, la escultura, hasta la música, la danza, la actuación, entre tantas otras. El significado, la belleza y la complejidad dentro de cada una de ellas, esconde una pizca de la gran belleza de la creación de Dios. Más allá de ser un pasatiempo, este don que Dios le regala a ciertas personas, nos puede hacer pensar en aquella parábola de los talentos. El artista, está llamado a desarrollar esta belleza de la creación y tiene una vocación particularmente dirigida hacia el compartir, en la generosidad de que el prójimo a través de él, pueda encontrar esta misma belleza. San Juan Pablo II, fiel amante de las expresiones artísticas, compartía el pensamiento de que: en el arte, es precisamente donde se puede llegar a percibir e interpretar la belleza escondida, en el misterio mismo de Dios. Dios nos da la oportunidad de conocerlo, de admirarlo y agradecerle a través de nuestra vida, encontrando en las cosas bellas, al bellísimo. El arte es un reflejo de esta belleza, sobretodo por el trabajo exhaustivo del artista. Ese músico que ensaya horas y horas a la semana, ese escultor que pule y diseña para reflejar de manera exquisíta su obra, ese pintor que busca el mejor amanecer y dibuja hasta los más profundos detalles o ese poeta que incluso sin escribir, mira a su alrededor meditando como expresar aquello que siente. Son estas horas, estos pensamientos, estas intenciones, las que reflejan cómo el trabajo del artista purifica el alma hacia la perfección, buscando siempre encontrar ese punto en el que su obra refleje verdaderamente lo que busca expresar el alma. Y es que, como dice el papa Francisco, el estilo de Dios es discreto y se esconde en los detalles, en las intenciones más profundas y en el interior de cada uno de nosotros. En el principio, hay un momento en el que Dios se detiene y contempla su obra: Y vio Dios que todo cuanto había creado, era bueno (Gn 1,31). La belleza de la creación en cierto sentido es la expresión del bien visible, tal como dice San Juan Pablo II. El artista toma un poco del pathos con el que Dios contempla su obra y es llamado a ser este artista en colaboración con Él. Y es que en esta belleza, podemos encontrar la bondad de Dios y su invitación a hacernos partícipes de esta creación de cosas buenas. Y, no es solo el “artista” el que es llamado a esta colaboración sino cada uno de nosotros, haciéndonos participes de la invitación a acercarnos y esbozar nuestra vida de su mano. El construir nuestra historia, nuestros sueños y anhelos, colaborando en su plan, nos une a esta imagen y semejanza para la cual hemos sido creados. Y es que el ruah, es decir el soplo del Espíritu de Dios, el que nos inspira a adentrarnos en el misterio de quien es nuestro Creador y quienes somos, a crear y transformar. Cuando voy a una galería, a una exposición, a un concierto, a ver el ballet o leo un libro, hay momentos en donde la única palabra que encuentro para describir lo que siento es: asombro. Y me gusta pensar, que cuando Dios ve nuestras vidas, nuestros logros, nuestra búsqueda constante de trascender, se asombra de su Obra. Sin embargo, también pienso, como decía el gran compositor Johann Sebastian Bach, que: yo toco las notas como están escritas, pero es Dios quien hace la música. A cada uno de nosotros se nos regala tanto la Vida, como la Libertad y en ese esbozo que vamos haciendo con nuestras decisiones vamos componiendo la canción de nuestra vida. Y al final de cuentas, quien la armoniza y logra que todas esas pequeñas decisiones sean grandes juntas, es Dios. Al caminar en este mundo, por eso es importante pensar y soñar, con que la belleza en la obra de nuestra vida sea tal motivo de asombro para otros, que “casi como un destello del Espíritu de Dios”, acerque almas a la búsqueda del eterno y auténtico artista. Isabel Tello
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