Miro la foto y recuerdo aquel momento. Recuerdo estar postrada a los pies de nuestra madre, la Virgen del Pilar. Recuerdo aquel viaje tan corto a Zaragoza, aquella promesa que le hice a mi abuela (que me acompaña desde el cielo) de ir a conocer a la virgen a quien tanto le rezó, con quien decidió nombrar a su hija, quien fue mi madre después. Lloré rezando frente a ella. Era tan hermosa, tan pequeña pero tan grande al mismo tiempo. Estaba ahí, firme para quien pasara a saludarla. No se iba a ir de allí, y nos iba a acompañar a todos quienes nos arrodilláramos a sus pies. Miro la foto y noto que el sacerdote es el personaje principal de ella. La tomé ni bien entré a la Basílica, en la Plaza de Pilar. Estuvo rezando desde que llegué hasta que me fui. Miro que María está a la derecha, tan pequeña que en la foto no se distingue. Recuerdo cuando se la mostré a mis amigos, que no reconocían dónde estaba la imagen de Pilar. Pero yo sí, la detecté ni bien ingresé; mi mamá tenía una réplica en su cuarto y todas las noches, cuando iba a darle un beso antes de dormir, la miraba. Y supongo que la memoricé. Aquel viaje a Zaragoza estuvo muchas veces en la lista de los que no iba a realizar. Sufrí muchas tentaciones de viajes a otras ciudades, hermosas sí, pero que no me acercaban a mi mayor alegría, que es estar con Jesús. Gracias a la oración, pude abrir los ojos y el penúltimo día de mi intercambio decidí emprender viaje a la ciudad, en la que me esperaba un momento de oración tan profundo. Sabía que quería ir al encuentro de María, lo estaba necesitando. Pero no lo descubrí hasta enfrentarme a su imagen. La llegada a la Basílica fue de lo más planeado de la visita express a la ciudad española. Eran las 13:10, y debía buscar un lugar donde almorzar. Después de varios minutos de búsqueda, encontré uno, y almorcé. Luego de tomar un café, me encaminé hacia el C. de Alfonso, calle peatonal que desemboca en la Plaza de Pilar. La imagen que vi mientras caminaba me emocionó. Cada paso que daba iba aumentando mi impacto del tamaño de la Basílica. Me cuestioné si así de grande era el amor que le teníamos los creyentes a nuestra madre. Sí, me respondí; para mí era así de grande la admiración que le teníamos. Mientras caminaba por la peatonal, rezaba el santo rosario, y pensaba en el camino que tuvo que hacer Jesús con la cruz hacia el Gólgota. Pensaba en cómo lo acompañaron personas que lo amaban y otros tantos que lo odiaban. Algunos que irían a sufrir con él su muerte, y otros que la celebrarían. Y entre quien estaba ahí, al firme, y que Jesús no dejó pasar desapercibida, fue a la virgen. Ella siempre estaba ahí, siempre. Pensar en esto me emociona, porque es la imagen real que tengo de María. Es quién me ha levantado en todas las oportunidades que he caído. Hace unos años compartía en un retiro con una chica que me contaba que su relación con Jesús no era tan fuerte, pero con María era distinto. La sentía súper cerca, y le rezaba todos los días para que la acercara a su Hijo, porque quería estar con él. Le decía: “Madre, sostenme la mano y envíame a tu Hijo”. Ese testimonio me ha impactado hasta el día de hoy, y lo he contado innumerable veces. Porque es tal cual: María es nuestra madre que nos ama tanto que nos toma la mano y nos levanta, no importa qué tan hundidos estemos. Es quien nunca nos va a dejar tirados; es, en otras palabras, nuestra mejor intercesora. Sentía una necesidad de quedarme allí, a los pies de María para siempre. Recorrí el resto de los altares que había alrededor del central, pero no podía evitar volver a arrodillarme y admirarla. No es que tuviera alguna historia en particular con Pilar, pero mi fe estaba en un momento en el que necesitaba saber que María seguía allí, apoyándome a pesar de todo. Había vivido cinco meses lejos de toda mi familia y amigos y me sentía sola. Pero María fue a quien pude encontrar en cada ciudad que recorrí, fue quien nunca cambió. Me hizo recordar que yo tampoco había cambiado, que seguía siendo Hija de Dios, que él me amaba y me continuaba enviando a evangelizar. Me pregunté cuántas veces vi a María en mi país, en mi rutina, de la misma manera que estaba viéndola en ese altar. Que por tenerla cerca tal vez no la admiraba como debía. Y era la misma virgen, es María, es ella, es nuestra madre. Pensé en cómo María fue apareciendo en distintos lugares, países, y culturas para que podamos estar más cerca de ella. Que no se vale de excusas, ella siempre se busca la manera para recordarnos que está presente, que es nuestra madre y que nos cuida desde el cielo. También se encarga de recordarnos que nos regaló y enseñó esa oración tan sencilla, pero que muchas veces no la rezamos por pereza, como lo es el santo rosario. En este mes de octubre, y hoy, 12 de octubre, que celebramos a Pilar, decido recordar este momento de tanta alegría y certeza de saber que nuestra madre está ahí, que sin llamarla ella igual nos espera para que recemos junto a ella. Que nunca nos deja de lado, que nos reanima, y nos motiva a seguir adelante. Ella más que nadie conoce a su Hijo, sabe cómo llegar a él, y por eso es nuestra mejor amiga, porque también nos conoce a nosotros como una madre conoce a su hijo. Dios te salve, María, porque llena eres de gracia y el señor está contigo. Y tú estás y estarás con nosotros por los siglos de los siglos. María Eugenia Herrmann
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